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EL MURAL DE VELA ZANETTI EN LA ONU
     
Somos inteligentes y, sin embargo, todavía suenan tambores de guerra con demasiada frecuencia a un paso de nuestro deseo permanente de felicidad y de paz. Ayer, sin ir más lejos..., delante de nuestros ojos, ¿cuántas violaciones se hicieron a los Derechos Humanos y cuánta sangre inocente corrió por las calles, tras la injusta travesía de una bala asesina? Hoy, hace sólo un instante, quise volver a escuchar el último quejido envolvente de un cuadro enorme, tanto en su tamaño (dieciocho metros de largo por tres y medio de alto) como en el mensaje que su autor hizo colgar de su amplia mirada. Y porque me llevé a mi piel la voz de aquellos que en su día sufrieron la opresión de una guerra, públicamente, sin temor a equivocarme, he de hacer mías las palabras de Spinoza, las mismas que, al parecer, inspiraron a Vela Zanetti su mural: “la paz no es la ausencia de guerra sino un estado del espíritu”. Mi espíritu, viendo este cuadro, no permaneció ni frío ni pasivo, ni, por supuesto, quedó indiferente; mi espíritu me llevó de la mano y se puso a escribir a mi lado para romper, de una vez por todas, no sólo el grito de guerra, sino cualquier conato de toda violencia, con la esperanza de que el amor sea la última de nuestras batallas colectivas, antes de que llegue el fin a poner el orden a nuestros días prestados.
Comenzó llamándose “La ruta de la libertad”, pero, con el tiempo, se impuso la voz popular que lo define como “El mural de los Derechos Humanos”. Su autor, Vela Zanetti, no podía imaginarse que, con el tiempo, fuera todo un símbolo por y para la paz duradera. “Aspiro –decía– a que aquellos que contemplen este mural se den cuenta de que la paz hay que ganarla, no una vez para siempre, sino todos los días, recordando el sufrimiento pasado y haciendo realidad lo que los hombres aspiran para el futuro”. Reconocido mundialmente, este mural tiene al hombre como centro y pone a la dignidad humana como excusa para atrapar la atención de principio a fin.
Vela Zanetti recibió el encargo de su realización el 27 de junio de 1952. Tenía, entonces, 39 años y vivía exiliado en la República Dominicana. Marcado por las atrocidades de la Guerra Civil Española –causa de su exilio– y con los ecos cercanos de la II Guerra Mundial, Vela Zanetti estudió intensamente la Carta de las Naciones Unidas y realizó cientos de bocetos antes de decidirse por la composición definitiva. “No puedo transformar el mural en un programa político, ni tampoco debe ser un sermón con explicaciones y consecuencias”. Por fin, cargado de diferentes botes de pinturas y de brochas, al lado de un mueble para guardar el tabaco y sus pipas y de una cafetera, inicia los primeros trazos del mural el 14 de octubre de 1952. Trabajando 12 horas diarias, logra lo que parecía imposible: acabar su obra en tan sólo cinco meses. El mural sería develado el 19 de marzo de 1953, bajo la presencia de Trygve Lie, entonces secretario general de la ONU. 
BREVE RESEÑA SOBRE LA ONU
Bajo estas siglas se esconde la Organización de las Naciones Unidas, con sede en Nueva York, cuyos fines principales son los siguientes: garantizar el mantenimiento de la paz y la seguridad del mundo; desarrollar las relaciones amistosas y sobre la base de igualdad de derechos de todos los pueblos, y estudiar los problemas internacionales de orden económico, social, cultural, sanitario, etc., con miras a resolverlos mediante la cooperación. Aunque la ONU fue constituida en el año 1945, España no pertenecería a ella hasta 1955.
 
RECREACIÓN LITERARIA
Dividido en seis partes y con una lectura de izquierda a derecha –como era el deseo de su autor–, me propongo ahondar en los entresijos de este grandioso mural con el fin de poner palabras a la voz que me dictó “mi espíritu” en un momento muy determinado (soy consciente de que, tras él, la lectura podría haber sido otra muy distinta). 
EL HOLOCAUSTO  
 
 
Tras una guerra, el desierto pegajoso del odio lo abarca todo, y todo lo comprime con fuerza, todo, hasta el ahogo. ¿No veis cómo la condición humana se sirve de una simple litera para hacerse un ovillo de carne flácida? ¿No escucháis a un corazón oprimido gritar “basta de torturas; basta de atropellos”? ¿Veis? Allí, donde antes corría el futuro, hoy y durante mucho, muchísimo tiempo, prevalecerán el silencio más negro y la soledad más inoportuna junto a un amasijo de ruinas, esqueletos, hierros y, sobre todo, recuerdos inundados por un mar de lágrimas. Los vencedores, por mucho que lo intenten, no podrán controlar el galope desbocado de sus conciencias y, aun así, sólo se les ocurre a ellos enterrar a sus presos en las cárceles de huesos vivos. Podéis creerme, una alambrada de espinas no es nada, si se compara con la vergonzosa frontera que separa el sueño de los niños libres, de aquellos otros a quienes no se les permite nada más que dormir sus penas en el frío suelo, donde no se distingue la piel sucia de las sábanas ensangrentadas que les tapan con desgana.
 
PAZ PARA TODOS
 

Ahora, cuando miro y descubro que tras el telón, que le sirve de sudario, que le sirve de mortaja, surge un hombre y, sin titubeos, da un paso al frente, pidiendo la paz con su mano vacía de otros elementos distintos al calor de la sangre y de las huellas que, en ella, le dejó su propia vida, me pregunto: ¿habrá algo más dramático y más conmovedor que admitir a una persona, sin rostro y sin voz, completamente desnuda de toda condición humana, y herida de muerte, solicitando la paz para él y los suyos (todos los hombres)? ¿Alguien de aquí o de allá, incluso de las lejanas tierras que hablan otras lenguas extrañas y tienen otras costumbres, puede responder con sinceridad a mis dudas? ¿Qué ha de doler más, una gran viga de madera clavada en el pecho de una escultura ósea o ver a un hombre desterrado de su condición y, por ello, exhausto, solo, roto y vacío? ¿De dónde manará con más intensidad el odio? ¿Del interior de una herida profunda o de la historia del propio hombre obligado a vivir una guerra y, después, condenado al más atroz de los holocaustos?
REENCUENTRO Y SÚPLICA
Cuando se acaba una guerra, miles de espectros derrotados deambulan por las calles con la esperanza de que algunos de los ojos que se fijan en ellos los reconozcan como HOMBRES. Los hay que tienen suerte porque, a su encuentro, sale una mujer enlutada de los pies a la cabeza que se deja abrazar, que se deja querer tiernamente. El roce ha de ser corto, pero intenso; lo suficiente para que no existan dudas sobre el calor de las manos (que se aprietan) y sobre el calor del aliento (que penetra hasta el mismísimo reino donde habita un corazón destrozado): “mi amor, por fin has vuelto”. Ay... Lo malo de todo ello, es que la fila de espectros continúa pasando o, lo que es peor, se termina. Y, es entonces, cuando diversas mujeres y niños –o, si se prefiere, viudas y huérfanos– solicitan que se los lleve el polvo del camino. Al final, además, habrá mujeres madres, esposas o hermanas que se levantarán con rabia para clamar al cielo: “¡Basta ya de tanta guerra!”, que aniquila la vida y deja las tumbas llenas de hijos, esposos o hermanos... muertos. ¿Por qué causa, Dios mío?  
LA RECONSTRUCCIÓN
 
Para sellar las heridas de una guerra propulsada por los dictadores, los fanáticos, los opresores del pueblo, los envidiosos, los especuladores, los egoístas, los inhumanos, los incívicos, los salvajes, los..., se necesitan muchas manos. Y todas son pocas para volver a levantar los hogares y los monumentos, las iglesias, los nidos de amor, el campo... Todas las manos son pocas para subir el nivel de la cultura, aniquilar el odio, amasar la esperanza, acariciar el mañana y anular el miedo a salir, de nuevo, a la calle: para ver el juego de los niños en los parques y el paseo de los ancianos; para ir a las escuelas; para rezar sin opresión alguna, o para volver a cantar, a bailar, o a reír como ayer, como siempre... Todas las manos del mundo, tras una guerra, son pocas. Por eso se necesitan las manos de los albañiles, de los arquitectos, de los médicos, de los maestros, de los barrenderos, de los panaderos, de los poetas... Se necesitan, también, las manos del amor y hasta las cuatro manos de los ángeles, allá arriba, dirigiéndolo todo. Las manos unidas de todas las naciones, tras una guerra, son necesarias para reconstruir la paz del mundo.
 
EL TRONCO DE LA CULTURA

Y volver a empezar de nuevo es también necesario. Buscar, sin rencor, todo aquello que puede servir. Traer. Llevar... Acercar lo tuyo a los demás. Compartir. Y, sobre todo, luchar, ahora sí, luchar por una buena causa, dando la espalda a la guerra. Olvidarla y, cuanto antes, volver a fomentar la vida: en el corazón de una mujer o desde el interior de una tinaja donde, en otro tiempo, se escondieron, de las fauces del hambre, el amor o un puñado de legumbres que, tras la siembra, nos volverán a dar el ciento por uno. La vida. Volver a empezar y, sobre todo, hacerlo con ganas para fomentar la cultura del pueblo, porque la cultura es la base donde se han de sujetar todos los troncos humanos y todas las ramas del saber, de la ciencia... Cultura para aupar el mundo hacia la felicidad más verdadera, obviando la destrucción. Cultura para desprenderse de las lianas que sujetan los prejuicios a los ojos del mundo. Cultura y amor. Cultura para regar las conciencias y amor para que germine la vida y vuelva a florecer el futuro. Una mujer (una esperanza). Un niño (el triunfo). Un yunque (el símbolo del trabajo). Un deseo: la conquista de la Paz.
EL PROGRESO  
Y tras la guerra, porque somos algo más que carne violenta, vuelta a la lucha diaria sin más armas que las propias manos y sin más opresión que la libertad que emana de la inteligencia. Pensar: me debo a la vida, ¡viva la vida! Y a trabajar con ganas. Empujando con fuerza el mundo desentrenado y frágil que a cada cual le tocó en suerte. Empujar. Hombro con hombro y, siempre, adelante: para despertar la esperanza con nuevas vidas. ¡Adelante! Para escuchar el llanto de un niño al que su madre pasea por un cielo nuevo y para vivir el hoy que, por fin, augura el despertar de un fértil mañana. Empujar, y la vida se encargará de esconder el miedo y de tapar el odio con el mismo ímpetu con el que ex- plosionará en los ojos una próxima primavera. ¿Veis el fruto conseguido por una familia que ama? ¿Veis la felicidad que lleva prendida en el pecho la madre? ¿Veis las manos del esposo llenas de trigo, repletas de pan? ¿Veis? Es la vida gritando que, por fin, ha llegado, de nuevo, el progreso. Aunque..., si miramos atrás, ¿a qué precio?

© GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
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